(Guillermo Del Toro, 2021) / Publicada en A Sala Llena
Siempre me pareció que la película de Goulding de 1947 era un caso particular en el noir por mantenerse en un borde difuso entre lo realista y lo fantástico, tratándose de un relato de intrigas efectivamente posibles pero aludiendo a cuestiones imposibles de medir. Recordemos la famosa línea del final: “caer tan bajo por haber apuntado tan alto”, que expresa distancias pero desde el símbolo. Evidentemente se trataba de una película oscura, llena de dudas sobre las ilusiones y que nos exponía a ver a un galán como Tyrone Power en un estado de completa miseria. Quienes hayan visto ambas versiones habrán notado que una de las diferencias que propone Del Toro está en el final, que parece intentar reforzar la condena de su personaje, impidiéndonos tener el pequeño instante del encuentro entre la pareja, algo que en Goulding abría un mínimo agujero de luz indispensable para soportar el infierno. Esto no es lo único que separa a estas dos maneras tajantemente distintas de encarar una historia, pero es donde termina de decantar la mirada.
No se trata de defender a toda costa la originalidad de un film realizado hace 75 años, ni de negar desde un culto vacío todo tipo de revisión o reinterpretación (o incluso ampliación). Pero vale cuestionar que los intentos del director de La forma del agua terminen inclinándose a todo lo contrario, siendo parte de un cine que exhibe constantemente una retrospectiva estética y romántica de ciertos modos, colores y hasta la organicidad interna de una etapa anterior, puesta gratuitamente en un pedestal de gloria. Contra un cine capaz de desplegar la pesadilla de su héroe en ese marco de indeterminación -que acepta la irrupción del fantástico, a modo de condena divina, en una historia de ilusionistas circenses-, se responde con un cine tan ordenado y prolijo que la indeterminación pasa más por las sensaciones contradictorias entre el asco y la admiración del detallismo.
Del Toro muestra ya desde el principio, paradójicamente sin límites, la imagen del límite: el así llamado “salvaje” devora a una gallina a centímetros de la cámara, permitiéndonos apreciar el detalle de la mordida, la salpicadura de sangre, para completar el espectáculo con la cabeza arrancada. Como espectadores compartimos ese acto de horror desnudo con el público de la feria, sin la oportunidad de trascenderlos, tal vez nosotros condenados, al igual que el protagonista, a convertirnos en salvajes por una especie de morbo irremediable. ¿Qué podemos responder a eso? Simple, nosotros no nacimos para eso. El que manifiesta haber nacido para ello es aquel que desde la perspectiva de Goulding corría a lo lejos dando alaridos, con una comunidad feriante desesperada por atraparlo y una cámara distante, acercándose temerosa, dándonos la oportunidad de imaginar lo peor. La diferencia entre Goulding y Del Toro está en si nos concederán acaso, en un acto de bondad o nobleza, la esperanza de salir.
Nightmare Alley |
En este cuidadoso diseño de puesta, dedicado a trazar a pleno detalle el camino de caída de Stanton, la descripción es clave, y toda descripción meticulosa es propensa a perder la magia, esa parte del film que hace valer la traducción de su título. Ningún alma puede ser perdida en términos tan explícitos como el detalle de una oreja perfectamente atravesada por una bala, colgando de la cara de una persona, como en una de sus escenas. Esto es aplicable también a la trama de ambas películas. En medio del conflicto, tenemos al oficio de los feriantes, que juegan con el engaño, pero mezclándose poco a poco con el psicoanálisis, donde las pasiones humanas y las debilidades aspiran a ser ciencia. Ese dilema de cualidades casi frankensteinianas es lo que ordena todo y refiere a algo ya visible en la aspiración de Stanton. El dominio completo de aquel engaño, facilitado por las herramientas de quien obtiene voluntariamente y a cambio de dinero las más oscuras pasiones, lo pone en un lugar diabólico. Del Toro, que tal vez duda de todo aquello que se escape de los bordes de su encuadre, incluye para esto una escena completamente ridícula. Dos de las víctimas de Stanton, engañadas en sesiones espiritistas que invocan a sus seres queridos fallecidos, terminan suicidándose. Del Toro parece necesitar que el conflicto tenga concretas víctimas materiales, cuantificables, capaces de explicar y dar razones a lo que ya es evidente desde el espíritu. Esto que parece apenas un detalle termina siendo lo que manda, en un universo millonario en imágenes de lo trágico, pero pobre de sus fundamentos.
Al final del día se vuelve hasta curioso como una película de tanta economía estética como la de Goulding pueda sentirse tanto más pesadillesca que otra que busca desesperadamente la mímesis completa de sus imágenes de horror, y que incluso nos mantiene presos de una condena al salvajismo. Posiblemente la respuesta esté en la naturaleza de las pesadillas, de las que siempre podemos despertar, aunque estemos sudados y con el corazón palpitando. Ese despertar atenúa al espectáculo desnudo y nos devuelve a esa vida que nos pertenece y que creemos poder medir, pero volvemos transformados. Sabemos que no somos bestias, estamos felices de que no lo somos, pero no olvidamos que podríamos serlo.