Sobre Cuando acecha la maldad (Demián Rugna, 2023)
Publicada en La vida útil
El primer acierto de Cuando acecha la maldad está en confiar en que el espectador va a aceptar rápidamente un simple precepto: los demonios existen, la maldad también. Nadie cuestiona la existencia de los embichados y los poseídos, y hay una serie de reglas alrededor de todo eso. Como testigos de aquel mundo, nos invitan a confrontar nuestra incredulidad con la naturalización que todos los personajes hacen desde el principio. ¿Serán solo relatos que pasan de familia en familia, basados en las circunstancias de cada uno? Poco a poco entenderemos que no lo son, y que si bien los mitos urbanos o rurales están, como la historia que la abuela le cuenta a su nieto durante el viaje en auto, en el mundo de Rugna todas esas presencias demoníacas efectivamente existen, y no hay tiempo para el escepticismo.
La maldad acecha como una enfermedad. Ataca a los animales y a las personas. Su primera manifestación aparece en la chacra vecina de nuestro protagonista, Pedro, que junto a su hermano van detectando una serie de signos extraños. El primero es un hombre partido por la mitad, tirado en el campo, junto a una valija llena de instrumentos metálicos antiguos, como si fuera el portafolios de un médico y esos fueran sus utensilios. Luego aparece el primer embichado, un hombre calvo y corpulento que presenta signos de putrefacción en todo el cuerpo. Este pide que lo maten, pero todos saben, como si se tratara de una ciencia conocida, que matarlo es “hacer nacer al Maligno”. Las conclusiones se sacan rápido, casi a nuestras espaldas, y los personajes asumen que puede ser demasiado tarde: la maldad podría poseer al pueblo entero, embicharlo.
Definir un orden lógico para los sucesos puede ser complicado porque, a medida que la película avanza, se nos van confirmando las dudas sobre la veracidad de los hechos de violencia que parecen arbitrarios. ¿Es un mal que se contagia? ¿Cómo se contagia? ¿Presenta signos visuales? ¿Los afectados se vuelven asesinos? Los personajes corren de un lado a otro, se gritan y se señalan con odio y miedo. Cada situación genera una escalada de rechazo, tanto en los truculentos actos de violencia como en los momentos donde no parece haber amenaza aparente. Son momentos igualmente teñidos de un clima de desesperación, como el viaje en auto que tiene a los gemidos de un chico autista como banda sonora. Si los demonios llegan a este pueblo rural, lo hacen justo en un momento donde sus habitantes ya están espiritualmente quebrados. Se nota que ya pasaron por otros estadíos de miseria anteriores, y los agravios de unos hacia otros señalan un mal que subyace. Entre ellos se dicen impunemente las peores cosas, como si la violencia fuera moneda corriente en una competencia de agresiones y volúmenes.
Pedro es padre de familia pero está separado, perdió la tenencia de sus hijos pero además tiene una perimetral. ¿El motivo? Se irá dibujando poco a poco. Aún con esa mochila, es a él a quien seguimos y acompañamos durante toda la travesía de búsqueda y escape. Pedro irrumpe en la casa de su exesposa con el objetivo de llevarse a los hijos y salvarlos de estas amenazas inciertas. La de Rugna es una película sobre límites rotos y sobre la gente que los rompe, por lo que esta perimetral que se presenta como parte de la diégesis también puede pensarse en los propios términos estéticos que la película maneja. Acompañar a Pedro puede ser difícil, porque dudamos de sus reacciones sabiendo que detrás hay violencia, como si pudiéramos también sentir el miedo de su exesposa o su nuevo marido. Si Pedro tiene (o tuvo) problemas con sus propios límites, haciendo de él una figura impredecible, la película estará también sometida a esa misma incertidumbre. En medio de la discusión familiar, que va escalando en sus grados de agresividad, el perro (que acaba de embicharse) se abalanza sobre la hija menor y le devora el rostro. El efecto es inesperado y demoledor, porque se vuelve evidente que esa maldad acechante no conoce límite alguno. Cada nueva situación se vuelve para nosotros un nuevo riesgo narrativo: la imposibilidad de prever lo mostrable y sus grados de violencia. Es el desamparo de saber que la perimetral narrativa en cualquier momento puede ser violada en una película repleta de imágenes de lo inocente, y que tendrá su clímax en una escuela repleta de niños. Nunca estamos a salvo estéticamente.
Aún así, varios de los momentos más escalofriantes de Cuando acecha la maldad se dan cuando sentimos que algo no encaja o falta, como si el horror lograra manifestarse más por omisión que por lo explícito. Es la niña del rostro devorado por el perro apareciendo luego intacta, hasta sonriente. Lo que más nos afecta es el cambio de expectativa.
Pero como también es una película de reglas y procesos —como esos extraños rituales para evitar que los poseídos se multipliquen y nazcan los demonios— hay una clara mecánica. Dispararle al primer hombre embichado significa perder la batalla y permitir el nacimiento. Lo que está en juego es si la maldad será o no cíclica, si somos capaces de repetir el mal para ayudarlo a perpetuarse. Para rendirse están todos los estímulos a la luz, golpeando todos al mismo tiempo. La violencia es fácil, amigable, se presenta en perfecta sintonía, como si encajara musicalmente. La fe parece, como dicen, una cosa del pasado. El tiempo de las iglesias terminó. Ser padre de un chico autista es visiblemente una condena, como si ya no hubiera amor para entregar y solo quedara la huida y el miedo.
El cine de terror argentino está encontrando un cauce. Ya desde Aterrados (2018), Rugna parecía oponerse a una tendencia mayoritaria (definida cómodamente en el goce estético de lo bizarro) buscando esta vez definir personajes más humanos y abordables mucho más por la identificación que por la distancia y el estereotipo. En esa película se podían entrever rasgos de una cultura propia, concentrados en dos o tres casas de una manzana del conurbano bonaerense, amenazadas por las fuerzas de lo fantástico. Ahora la propuesta se amplía y alcanza a la idiosincrasia de este pueblo rural, que es protagonista de la llegada de un mal en expansión, y así pasamos por las chacras, las rutas, las autoridades policiales, los terratenientes, la escuela y las casas del pueblo. Todo parece tener ecos en el histrionismo de una sociedad entera que, para Rugna, parece estar quebrada y lejos de sí misma.
Esa propuesta podrá ser una piña de pesimismo para el estómago argentino, pero nada de lo que se muestra termina siendo banal porque, contrario a una posible entrega distendida (y hasta celebratoria) a las figuraciones malignas que se presentan, la película las padece y las lamenta con los gritos desgarrados de su héroe arrodillado y rendido en la escena final, condenado a la repetición de todas sus fallas. Tal vez sea una síntesis de la imagen de un pueblo adicto a las caídas circulares, a creerle a demonios y a tirar su dignidad a la basura. La piña de pesimismo puede ser sutil visualmente, como la caricia en la frente en el bautismo que recibe Pedro de la mano sangrante de un infante demoníaco, pero su violencia reside en el hecho de que es ese recién nacido el que nos bautiza a nosotros y no al revés. Es gracias a nuestras derrotas que el diablo está listo para ver por primera vez la luz del sol y caminar libre entre nosotros, y quizás sean estos seres, hoy en día, el espejo más fidedigno en el que los argentinos podemos mirarnos. Podemos ser los malvados o los rendidos, y quedará la duda de si alguna vez podremos ser otra cosa.