Un proceso físico irresistible: la colectivización humana (*)
Teilhard de Chardin
Si al día siguiente de la sacudida más terrible que haya ciertamente conmovido nunca las capas vivientes de la Tierra, intentamos apreciar el estado en que el seísmo nos ha dejado, podría creerse que lo que va a aparecer sea un suelo minado y hendido hasta el fondo. ¿Es que un choque semejante no ha puesto de manifiesto todos los puntos débiles? ¿No ha puesto en juego todas las fuerzas de separación y de divergencia? Y, finalmente, ¿no ha dejado la Humanidad rota sobre sí misma? He aquí, normalmente, el espectáculo que podríamos esperarnos.
Ahora bien, en lugar de estas ruinas, y con tal de que apartemos un velo psicológico de cansancio y de resentimiento, cuyo carácter provisional expondré para terminar, ¿qué vemos?
Geográficamente, desde 1939 un gran pedazo de la Tierra, el dominio pacífico, hasta ahora mantenido al margen de la civilización, ha entrado virtual e irrevocablemente en la órbita de las naciones industrializadas. Masas de hombres mecanizados han invadido los mares del Sur; y campos de aviación ultramodernos han sido instalados ya, para siempre, en las islas que todavía ayer eran las más poéticamente perdidas de PoIinesia.
Étnicamente, durante el mismo lapso de tiempo, amplias conmociones han sacudido sin piedad a los pueblos: ejércitos enteros se han desplazado de un hemisferio a otro; millares de refugiados diseminados como gérmenes que esparce el viento, a través del mundo... Por brutales y desfavorables que hayan sido las condiciones de esta mezcla, ¿quién deja de ver las consecuencias inevitables de esta nueva puesta en movimiento de la masa humana?
Económica y psíquicamente, en fin, en el curso del mismo período de tiempo-bajo la presión inexorable de los acontecimientos, y merced a medios de comunicación prodigiosamente acrecentados y acelerados-, la masa del género humano se ha hallado mantenida en el molde de una existencia común: estrechamente encuadrada, en amplios sectores, dentro de las múltiples organizaciones internacionales (las mayores y más audaces que hayan existido jamás); anhelantemente ligado en su totalidad a las mismas conmociones pasionales, a los mismos problemas y a las mismas informaciones... ¿Hay nadie que crea seriamente posible el desligarse de tales costumbres?
No. Durante estos seis años, y a pesar de tantos odios desencadenados, el bloque humano no se ha desarticulado. Por el contrario, en sus profundidades orgánicas más inflexibles se ha cerrado un punto más sobre nosotros. 1914-1918, 1939-1945: cada vez una vuelta más de tuerca... Emprendida por las naciones para liberarse las unas de las otras, cada nueva guerra no tiene por resultado sino el hacer que se unan y se suelden entre sí con un nudo cada vez más fuerte. Cuanto más nos rechazamos, más nos compenetrarnos.
Y, en verdad, ¿cómo podría acontecer de otra manera?
Sobre la superficie geométricamente limitada de la Tierra, constantemente encogidos por el acrecentamiento de su radio de acción, las partículas humanas no sólo se multiplican más cada día, sino que, por reacción a sus mutuos roces, desarrollan en torno a sí, automáticamente, una madeja cada vez más densa de conexiones económicas y sociales. Todavía más: expuesta cada una de ellas, hasta en su centro, las innumerables influencias espirituales emanadas a cada instante del pensamiento, de la voluntad, de las pasiones de todas las demás, se hallan constantemente sometidas interiormente a un régimen forzado de resonancia. Bajo la presión de estos factores que no perdonan, porque dependen de las condiciones más generales y más profundas de la estructura planetaria, ¿no es evidente que una sola dirección permanece abierta al movimiento que nos arrastra: el de una unificación siempre creciente? Especulando sobre el destino terreno del hombre, tenemos por costumbre decir que nada se halla asegurado en gran futuro, por lo que a nosotros concierne, salvo que llegará el día en que el globo se habrá hecho inhabitable. Ahora bien, para quien no se asuste -de mirar, nos espera por delante una segunda cosa, igualmente cierta. Al mismo tiempo que la Tierra envejece, más de prisa se contrae su película viviente. El último día de la Humanidad coincidirá para ella con un máximo de su apretamiento de su enrollamiento sobre sí misma.
Lo sé. Puede ser demasiado sencillo, y es ciertamente peligroso ver por todas partes determinismos en la Historia. Periódicamente se elevan voces autorizadas asegurando que nada fatal se oculta bajo la ascensión de las masas, de la planificación o de la democracia. Estos defensores de la libertad individual tienen razón muchas veces en el detalle o en las modalidades. Pero donde se engañan, o se engañarán, es si en su legítimo espíritu de resistencia a lo que es pasivo y ciego en el Mundo, intentan cerrar sus ojos, y los nuestros, al superdeterminismo general que hace que la Humanidad se recoja irresistiblemente sobre sí misma.
Querámoslo o no, desde los orígenes de la Historia, y mediante todas las fuerzas conjugadas de la materia y del espíritu, nos colectivizamos sin cesar, y cada día más, lentamente o mediante sacudidas. Esto es un hecho. ¡A la Humanidad le es tan imposible no agregarse sobre sí misma, como le es a la inteligencia no profundizar indefinidamente su pensamiento! ... En vez de tratar de negar o minimizar, contra toda evidencia, la realidad de este gran fenómeno, aceptémoslo francamente; mirémoslo de frente; y veamos si, utilizándolo como un fundamento intachable, no podríamos construir sobre él un edificio optimista de alegría y de liberación.
(*) de la nota Un gran acontecimiento que se perfila: la planificación humana. Pekín, 25 de diciembre de 1945. Cahiers du Monde Nouveau, agosto-septiembre 1946.