Sean Baker, 2024
El cine nos invita a acompañar sueños, y los sueños que nos comparte alguien como Baker suelen ser los más ingenuos. Aunque tengan huecos evidentes en su lógica y suelan ser creidos por las personas más contaminadas de todo tipo de taras superficiales del momento, estos sueños parecen un camino transitable. En este caso, junto a una stripper que vive el día a día junto a un grupo de personas que buscan salvarse a través del dinero, en un mundo de despilfarro y placeres efímeros. Sin embargo no hay una posición de superioridad para quienes miramos, la invitación al sueño es una que nos lleva a descender amablemente a la lógica de esa cabeza. Desear, aunque sea idiotamente, también supone algo de entrega. Algo de amor se deposita, y también puede cosecharse dolor. Desde ese lugar entramos al caos y al griterío, casi como implicancia directa de esa empresa.
Hablamos de una película dividida en dos partes, donde la segunda responde a la catarata de imágenes iniciales. Cobrar diez mil dólares por anular un matrimonio estúpidamente soñado se siente como una prostitución más evidente que cualquiera de los encuentros sexuales vistos anteriormente. Baker, siempre al borde de la caricatura, encuentra un punto desde el cual mirar a los rusos y los armenios, que oscilan entre una integración indigna al mundo, propuesta por el imaginario oligárquico, y la tragedia del ghetto, que al menos conserva vitalidad y puentes con el pasado. Anora sabe ruso por haber conocido a su abuela, pero prefiere adoptar un nombre americanizado que no significa nada. Su encuentro con el último escalafón de los patovas rusos es salvación al mismo tiempo que un choque brutal y trágico con la realidad: de una forma de vivir, de soñar y hasta de sentir al sexo como algo que puede escapar de lo animal, encerrados los dos en el auto feo de otra abuela rusa, protegidos de una nieve que se siente siberiana.
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