1 nov 2020

Diario de películas (10): Godzilla


Me enteré de que la última versión japonesa de Godzilla fue dirigida por el responsable de Evangelion, Hideaki Anno. Al parecer tiene todo un culto detrás y además es una figura extraña y reservada. Que haya hecho una nueva versión de la película del monstruo acechando una ciudad y con batallas a grandísima escala es una promesa de regreso a ciertos arquetipos visuales que se veían en ese clásico anime. Yo nunca terminé de verlo, así que no llegué a todo ese supuesto videopoema surrealista que es su final. Algún día será.

Shin Gojira fue toda una sorpresa después de haber visto la versión norteamericana de 2014. El monstruo se ve espectacular pero la película funciona la mayoría del tiempo a escala pequeña. Es una película de oficina, totalmente enfocada en los funcionarios del gobierno japonés que trabajan para tratar de entender y enfrentar a la criatura. Al principio parece limitarse a ser una simple denuncia de la burocracia, porque el infinito vaivén de permisos y jurisdicciones logra que nada pueda hacerse. Pero a medida que avanza, el elemento burocrático potencia el valor de verdad que le adjudicamos al problema. De alguna manera Anno nos mete de lleno en una situación donde temerle a Godzilla es estar constantemente preguntándonos qué es posible hacer y que no.

Entonces los informes, reuniones y comités devienen en otra cosa, lo que no quita que los momentos de mayor desastre en la ciudad puedan generar más angustia que adrenalina. En algunas de esas sencuencias aparecen rastros de Evangelion por su manera clara y didáctica de presentar las batallas. Para muchos Shin Gojira vendría a ser la versión que se ocupa de pensar narrativamente a las consecuencias del accidente de la planta nuclear de Fukujima en 2011, tal vez por eso las ideas de unidad y acción se sientan tan necesarias. Más adelante, los personajes de la película empiezan a trabajar más orgánicamente, y así Japón empieza también a funcionar tanto orgánica como autónomamente, que es un punto clave si traemos a colación que Estados Unidos propone tirar una bomba atómica para solucionar el problema.


Hay una escena que me parece tan inverosímil como genial, y es el instante en el que logran congelar a la bestia tras un complicado operativo nacional que incorpora a casi todas las fuerzas en conjunto. Nadie festeja, nadie salta por los aires. A lo sumo se ve algún abrazo aislado. Lo que se ve son personajes que suspiran, se relajan. La escena es la historia de un trabajo terminado.

La Godzilla original, de Ishiro Honda (1954) termina distinto. Toda la película es distinta, cabe aclarar, pero en el momento del triunfo y sacrificio del científico los personajes de bote hacen una reverencia de honor. En la Godzilla de Honda no se trata de una necesaria convivencia con la bestia (ahora congelada) como en la versión de Anno, sino de una tragedia aún más dolorosa. Derrotar a Godzilla implica poner en uso a un arma mortífera que podríamos poner en la misma familia de las bombas atómicas. Todo esto en una película que -ya esto es algo conocido por todos- pone en escena explícitamente al dolor de la Segunda Guerra Mundial, filmada apenas 9 años después de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, y repleta de imagenes que directamente copian a las de archivo de las bombas incendiarias cayendo sobre la ciudad.


Pero no se limita a ser solo una expresión de catársis, la contradicción del final tambien pone en evidencia a la derrota. El "destructor de oxígeno" creado por el científico se vuelve necesario, como si fuera una medicina crónica, de la que dependemos aún sufriendo sus efectos secundarios, a riesgo de perder la vida. La Godzilla de Honda tiene tanta fuerza como cualquier película italiana de posguerra, donde la cualidad suprema es la pasión, a punto tal que me pongo a pensar que el "no ver nada en Hiroshima" de Resnais probablemente sea una descripción literal de su película. En Godzilla estamos en Tokio, pero sentimos que lo vimos todo, y que necesitamos seguir viéndolo todo, aunque no se trate de documentos, sino del puro relato de la representación fantástica.

Cuando los personajes se debaten sobre el uso del arma, aparece una secuencia desgarradora que se ve en la televisión. Un coro femenino canta una lúgubre oda a la paz mientras se intercalan imágenes de sobrevivientes, refugiados y personal médico trabajando. No es necesario decir nada porque el rastro de la guerra es autoevidente. En ese punto subyace la potencia de la película de Honda, en ese travelling que se acerca al rostro de una madre con sus dos pequeños hijos, abrazándolos aterrorizada, diciéndoles que ya falta poco, que ya se termina todo, y que pronto se reunirán con su difunto padre.


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