domingo, 1 de noviembre de 2015

McClane y el control sobre lo público

mclane

Sobre Die Hard: With a Vengeance (John McTiernan, 1995)

La primera aventura de McClane (Die Hard, 1988) se constituye en un primer salto de fe. Su protagonista deviene en auténtico héroe al mismo tiempo que se lo entiende como auténtico humano. McClane padece su heroísmo, no parece quererlo, algo parece dictarle aquel deber cuando nadie hay alrededor que haga lo que debe hacerse; de esta manera, en su temperamento predominan las heridas, el dolor físico, el conocimiento limitado, el impulso sexual, la emoción y el llanto. La dureza y la violencia van de la mano con la nobleza, haciendo decantar todo aquello en verdadero sacrificio.

En Die Hard era necesario que todo eso tome forma, ya que lo que pone en escena es la inminencia de un cambio: hay un mundo que está por devenir en otro, que se presenta tentador, atractivo, funcional... El edificio de la corporación Nakatomi funcionaba entonces como el escenario donde cada elemento tenía sus propios matices antagónicos. El procedimiento deja ver un entendimiento político que puede ejemplificarse con una sentancia lógica paradójica: el malvado Hans Gruber puede existir en la medida en que exista el idealista Joseph Takagi (presidente de la corporación). La amenaza de Gruber es la de un mundo despojado de su espíritu heroico, sólamente regulado por los intereses que toman la negociación económica como herramienta, y con una perfecta habilidad para el disfraz (ante la ausencia de la idea, se usa la parodia de las ideas ajenas, como en este caso la liberación de presos políticos). Si Takagi es el costado ingenuo de un mundo en cambio (y en mayor medida el estúpido de Ellis), Gruber es la faceta subyacente de ese nuevo poder liberal, su costado diabólicamente nihilista. Ante esa desmitificación del mundo, McTiernan nos devuelve la existencia McClane, la parte heroica como inseparable de lo humano.

Ese trabajo se continúa en Die Hard: With a Vengeance (1995), con el mundo ya transformado. La gran primera aventura es ahora "aquello que sucedió en Los Angeles", McClane está separado, y los diferentes sectores de la población neoyorkina tienen una diversidad de intereses perfectamente segmentados y ordenados. La ciudad vive esa ingenuidad funcional hasta que estalla la primera bomba de Simon, hermano de Gruber. Si antes existió la transformación, hay un sólo motivo por el cual aquel trabajo iniciado en Die Hard necesita ser continuado, ese motivo es la resistencia. McTiernan la encuentra en el despliegue de la parte heroica, convirtiendo a McClane en un eje de sentido alrededor del cual los diferentes personajes de la película pueden encontrar un contacto con aquella parte que los atraviesa.

Pero así como se da este despliegue, la contrapartida se adapta, ve lo anterior, lo procesa y profundiza. A diferencia de su hermano Hans, que conquistaba el territorio de lo privado ninguneando al universo de lo público, Simon pretende ahora una conquista privada de lo público. Autoconscientemente, Die Hard ponía en escena a Nakatomi usando el nuevo edificio de la Fox Film Corporation. La continuidad en Die Hard: With a Vengeance es ostensible hasta en un sentido de realismo fotográfico, ya que es imposible dejar de imaginar el inmenso poder que obtuvo la Fox para filmar en todos los espacios públicos de la ciudad de Nueva York, en todos y cada uno de los planos de la película. En ese aspecto, la inmensidad productiva de la película es en concreto una voluntad de poder digna del Coppola de Apocalypse Now.

De más estaría decir que aquel poder se pone puntualmente en crisis con el propio desarrollo. Aquí lo que subyace al posible optimismo (desde ese musical verano en la ciudad que oimos previo a la explosión hasta la propia adrenalina de un recorrido por Central Park a toda velocidad) es la figura de Simon, una especie de evolución de lo peor de Hans Gruber. La venganza contra McClane es la máscara (para él es simplemente un relato que lo enmarca, para distraer al público) y el robo de las reservas en oro es el plan activo, ya que lo particular en este caso es que ni siquiera es el fin. El oro robado es un medio de producción más para una especulación financiera posterior. Todo adquiere sentido cuando la película desenvuelve un entendimiento del modus operandi del villano: la obtención del territorio de lo público a través de la compra de sus sujetos, es decir, del público, el guardia de seguridad, el policía local, el conductor del camión militar, etc. En ese sentido se vuelve pertinente la afirmación de Faretta sobre la mentalidad liberal: para la mentalidad liberal el héroe es un pelotudo. Podríamos para este caso particular añadir: un pelotudo que se queda sin su parte del botín.

La película entonces exacerba ese poder, y aumenta la adrenalina proporcionalmente a la sensación de control: se manipulan policías, ambulancias, bomberos, gendarmes, bancos, la propia vía pública, se controla el tránsito, las distintas formas de transporte público, el desplazamiento de barrio a barrio y, llevando al centro de tensión con la bomba, las escuelas públicas. Al tener ese poder impune en la obtención de cada elemento (por ejemplo la ambulancia que McClane obliga a salir falsamente sólo para poder seguirla a velocidad), la película siembra el terreno propicio para reflexiones. La escena del robo de la bicicleta es, por ejemplo, una verdadera tesis sobre el robo y su relación con la mentira del honestismo, y como fundamento de todo eso, siempre, lo humano. Y si no podríamos preguntarnos ¿por qué es justificable que McClane le robe la bicicleta a chicos a los que acaba de retar por robar? Cada elemento contiene su sentido político porque en cada escena cada objeto de lo público es ostensiblemente obtenido, y con su obtención se da su desmitificación. En ese sentido, McTiernan apunta con claridad: el vaciamiento de lo público trae consigo el vaciamiento simbólico de la comunidad, y por esto inevitablemente, también el vaciamiento de lo humano.

Afortunadamente no existe nadie más humano de John McClane. Como decía anteriormente, McTiernan lo entiende como un sujeto eje. El último rincón de humanidad de los personajes de la película es de alguna manera activado cuando se está en cercanía de McClane. Zeus (Samuel L. Jackson) no aprende una lección humanitaria de McClane, sólo recuerda lo que casi terminaba de olvidar. ¿Qué mueve a un negro resentido de Harlem a ayudar a un blanco con un cartel que dice “I hate niggers”? La compasión vive en Zeus, McClain está para recordársela. Ahí es donde precisamente reside el genial antídoto simbólico de la película, porque en ella el poder se asume con la voluntad de encontrar dónde está el problema con lo humano. El dominio de la nueva mentalidad deja entonces ver lo oculto tras la máscara, y lo que se esconde es el peor de los nihilismos. Simon evita ensañarse con McClane en términos de venganza. Subestima a su público, y subestima al relato. En sus pretensiones de superhombre no hay ni siquiera lugar para la épica de venganza. Afortunadamente es igual de vulnerable y humano que todos los demás, y le es indistinto si McClane vive o muere, sumado al cinismo de darle aspirinas. Ahí está su caída, lo que lo revela como a un pelotudo más. Entonces, pertinentemente, en la tapa de aspirinas aparece la clave de la resolución final.

El mundo se mueve hacia el nihilismo confiando en que, tarde o temprano, el agotamiento de nuestro sentido del relato nos hará dóciles a una cierta idea de lo que es la libertad. Lo heroico necesita ser suprimido, y lo mítico destruido. Las intencionalidad de los hechos es algo a lo que se puede ser indiferente, porque el bien y el mal pasan a ser sujetos subordinados de una parodia mayor. Para genios como McTiernan (que en el cine le tiene un profundo respeto a su público) la alternativa es la valentía.

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