jueves, 19 de septiembre de 2019

La infancia de los adultos

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It Chapter Two (Andy Muschietti, 2019)

La novela de Stephen King, podríamos decir a esta altura, es infilmable. O al menos nadie pudo todavía terminar de resolverla en términos cinematográficos. Su primera versión, la de Tommy Lee Wallace (1990) es un telefilm en dos partes, y la de Muschietti se vio en cine, pero su metraje de más de cinco horas (divididas en dos partes) la sigue asociando a un formato televisivo. Si consideramos las similitudes con el universo de Stranger Things esa relación se hace todavía más evidente.

No es que es infilmable por una cuestión de fidelidad, se trata de algo ontológico. La novela de King aparenta una división episódica, pero esencialmente es una novela, y gran parte de su gracia está en lo literario, desde la forma de meternos en el rito de Chüd hasta la polémica parte en la que los niños tienen su iniciación sexual (elemento vital para la historia). Sobre lo primero, hay algo que siempre se pierde al tratar de convertirlo en imagen (algo que en esta segunda parte intenta figurarse), sobre lo segundo sabemos que invitaría a una cancelación segura.

Hay, sin embargo, algo en Chapter 2 que es superador de la primera entrega, y que obliga a pensar de nuevo a los procedimientos del cine nostálgico. La división en dos partes es a partir de instancias temporales y generacionales, la infancia y la adultez. Son pocos los que eran adultos en 1990 y tienen un recuerdo sentido de ese primer film, en cambio, son incontables los adultos actuales que la recuerdan como un trauma de la infancia. Se ha vuelto vox populi la idea de que la primera parte de ese film (los niños) es superior a la segunda (los adultos), con muchos reclamos a la escena final, en la que It pareciera tener su forma final en una araña bastante artificial (hay una serie de guiños en Chapter 2 a esta idea, haciendo constante referencia a "finales malos"). Aún tratándose de un film "sólo apto para mayores de 18 años", su público ideal fue niño. Con el cine nostálgico actual aparece una relación invertida, aunque sea con películas calificadas para una audiencia más amplia: la experiencia ideal es la de los adultos ávidos de identificación con elementos de la infancia.

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Así es como las películas y series nostálgicas que abundan en el cine y las plataformas de streaming nos presentan universos de niños tal vez demasiado maduros, estableciendo verosímiles epocales que penden siempre de fetiches del presente. Los niños ochentosos que nos gusta imaginar tienen fuera de campo a nuestra mirada ya madura, donde las referencias estéticas son aquello que ahora entendemos como clásico, como si en aquel presente eso ya hubiese sido cristalizado. Se nos ofrece así una imagen acabada de un tiempo, pero presentificada. Queda entonces poco por transformar. Un acierto de Tommy Lee Wallace (y de la novela) era interconectar el pasado con el presente estableciendo siempre que el presente del relato era la adultez (el pasado era siempre flashback). It Chapter 1 (2017) hizo lo contrario, y presentificó ese pasado quitándole su instancia de recuerdo. Ahí reside la principal diferencia entre Chapter 1 y 2: La segunda es la que termina de asumir que se trata de un recuerdo adulto. Esto que parece una diferencia menor es lo que genera que la primera parte sea una historia de niños falsamente maduros y la segunda una de adultos que se portan genuinamente como niños.

Creo que esto explica por qué la versión de 1990 es más querida por su primera parte que por su segunda, y por qué esta segunda parte de la versión nueva parece tener más ideas que la primera, además de un universo más vivo. En ese sentido, es vital el rol de Richie (Bill Hader) quien, al límite del comic relief, trae el aire que la película necesitaba, contrarrestando con su extensísima duración que parece más una serie de escenas sumadas que una organicidad. Siempre va a ser más honesto tener como reflejo en la pantalla una versión ridícula de nuestra adultez, que otra versión de su producto mejor vendido: una infancia solemne, resuelta y encapsulada.

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Si bien el recurso narrativo de cada momento terrorífico es siempre similar (estableciendo climas inmersivos pero que culminan siempre en un jump scare), Muschietti incorpora un juego interesante trabajando con la relatividad de las dimensiones. En ese sentido el CGI no está nada desaprovechado. Lo disonante de los tamaños termina siendo lo que vuelve efectivos a la mayoría de lo sustos. Una figura que parece de determinado tamaño puede variar insospechadamente y agigantarse. Lo que toma parte ahí no es tanto el trabajo en sí sobre la fisonomía de la figura, sino sobre la figura encuadrada en el espacio y el factor de que la cámara termina de configurar esa realidad y sus medidas. Un primer plano de Pennywise puede aprovechar lo gigante de su presencia material en el encuadre para, inesperadamente, convertirse progresivamente en una versión gigante a nivel diegético del payaso. Es un payaso que se hace gigante, pero porque todo el universo que lo rodea se trastoca en términos ya fantásticos.

El segundo capítulo logra resolver al primero pero no deja de repetir sus muecas. El triunfo sobre el payaso deja mucho que desear para el verosímil de la película. Por un lado hace más creíble a la forma de vencerlo (con respecto a la versión de 1990), pero por otro lo hace con personajes que misteriosamente se olvidaron de que It se alimenta del miedo (algo que se supone que sabían hace rato). En el medio de una película de momentos episódicos que varían entre descartables y efectivos, termina siendo la irreverencia lo que paradójicamente la hace más tolerable, pero también lo que la convierte en un simple reflejo. Somos una generación que está muy cómoda a la hora de repensar conflictos pasados, siempre nos armamos el escenario a medida.

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