viernes, 1 de julio de 2016

Quentin Tarantino y el cine en volúmenes

Reservoir-Dogs

Publicado en BSO (Banda Sonora Original)

De la admiración a la comprensión en ocho partes

Que algunas películas de Tarantino lleven de forma casi publicitaria un número ("La cuarta película", "la octava película") parece proponer un código de lectura, como si se necesitara un cierto orden de progresión entre las mismas. Podríamos aventurarnos a pensar que hay un orden en el cual las películas deberían ser vistas, más allá de la concreta autonomía que cada una tiene. Esto, que puede ser leído como una pretensión autoral traída directamente del 8 1/2 de Fellini (nombrada así luego de haber filmado anteriormente 7 largos y un cortometraje), esconde también una serie de procedimientos que vale la pena encontrar para adentrarse en la parte más sutil de su filmografía.

"Filmografía" es la palabra clave, porque es una palabra necesariamente contemporánea. Durante el cine de los estudios de Hollywood clásico la noción de filmografía era inexistente. Los realizadores clásicos eran vistos más como trabajadores de cada estudio, responsables por las decisiones de puesta en escena de las películas y sin la consagración autoral que llegó años más tarde. Tan sólo hay que revisar la famosa entrevista de Jean-Luc Godard a Fritz Lang para que esto se haga evidente, ya que Lang directamente manifiesta haber olvidado algunas de las películas que filmó en su larga carrera, y el moderno Godard, salido directamente del espíritu de Cahiers du cinéma con la frescura y racionalismo de las nuevas nociones autorales que implementó la Nouvelle Vague, es el que se las recuerda. Entonces, la palabra filmografía refiere a un conjunto de obras que en sí mismo puede ser pensado como la totalidad de una obra sola, y para utilizarse, necesariamente debe ir de la mano con la noción de autor como artista.

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Cinéastes de notre temps: Le dinosaure et le bebé.
Dialogue en huit parties entre Fritz Lang et Jean-Luc Godard (André S. Labarthe, 1967)

Con el avanzar de los años modernos del cine, el lugar que le toca a Tarantino es el de una generación cuya relación con las películas es ya masiva, inflada, con una accesibilidad total. Las películas pueden ser vistas y revistas hasta el infinito, y todo es teorizable, cuantificable. Cada cosa tiene su propia nomenclatura. Los criterios de organicidad son cada vez más mutantes y la multiplicidad de formatos, con el correr de los años trae consigo, paradójicamente, un decrecimiento de la intensidad de la mirada. En otras palabras, el concepto de mirada como problema corre cada vez más el peligro de dejar de serlo. Es el tiempo donde la imagen puede usarse muy fácilmente como un material banal.

Una idea constante que ocurría con los cineastas de la "modernidad" del cine, era la idea de que las películas se imponían también como piezas de crítica, y en los autores consagrados comenzaron a existir secuencias de películas que, según manifestaban sus propios responsables, "cada una es la crítica de la película anterior". Claros ejemplos de esto son el ya mencionado Godard y Pier Paolo Pasolini. Se trata de un sistema en el que cada película ajusta las cuentas con aquello que en la película anterior no fue visto, fue desapercibido, o se tuvo alguna mirada "equivocada" sobre las cosas. En el caso de Pasolini, su pretendida "trilogía de la muerte" venía a ajustar cuentas con su anterior "trilogía de la vida", y en Godard, el ensayo Ici et ailleurs, de 1975, terminó consistiendo en la autocrítica de toda la etapa maoísta del realizador a fines de los años 60. Por todo esto, pensar en el concepto de autonomía de una sola película se hace más difícil. Historia y contexto proponen desvíos en cada momento, como si existiera una mayor oferta económica de puentes y lazos entre todas las películas y todo el material audiovisual contemporáneo. Eso demanda más trabajo y más reflexión si queremos acceder a lo que los directores pretenden hacernos ver.

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Hubo un momento en la carrera de Tarantino en el que decidió que su cuarta película, Kill Bill (2003-2004), iba no sólo a llevar un número (el cuarto), sino que además iba a ser "entregada" en volúmenes. Este procedimiento terminó cooptando la sistemática de este director. Tarantino, protagonista de constantes polémicas entre los críticos e incluso dentro del público por sus escenas de violencia estilizadas (para algunos infladas, para otros síntomas de una especie de "anestesia inmoral contra la violencia"), es un hijo de toda esta seguidilla de vaivenes autorales, pero desde las sombras, maneja hilos más finos que establecen relaciones críticas con el avanzar de cada película que filma.

Porque Tarantino, en el fondo, es el “perfecto caprichoso inteligente”, y es dueño de una sistemática ligeramente esquizofrénica. Primero hace lo que dictan sus pulsiones, libera sus demonios sin exorcizarlos, satisface su necesidad cuasi-sexual con el cine. En esos momentos está completamente sometido a una pura voluntad cinéfila, con todas sus contradicciones, como si no existiera un costado trágico o una responsabilidad moral. Lo que filma consiste en las imágenes que simplemente desea ver. Pero más adelante, con el capricho ya satisfecho, su costado inteligente (o quizás humano) toma el poder y lo domina, lo explica, y cuando es necesario también lo castiga. El ejemplo más concreto está en la diferencia perfectamente visible entre el Volumen 1 y Volumen 2 de Kill Bill. Si el primero es una estética caprichosa y cinéfila de la venganza, el segundo es la historia de cómo el mismo sentimiento se convierte en ajuste de cuentas, que es algo muy distinto. Allí se nos presenta a Beatrix Kiddo (que pasa de figura vengativa a mujer con nombre y apellido) con una nueva historia: la de una mujer que debe hacerse cargo de haberle roto el corazón a Bill (que pasa de ser un villano con su mano en una espada, a un amante, un padre, y finalmente a un hombre).

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Esta relación esquizofrénica con la cinefilia tiene contrapartida en una pérdida de la autonomía de las películas, una relación que nuevamente intenta "ajustar" en la siguiente película, Death Proof (2007). Ahí, los volúmenes 1 y 2 están dentro de la misma obra, volviendo aún más explícito el procedimiento cuasi serial que maneja. Las protagonistas de la segunda hora son evidentemente la crítica a las protagonistas de la primera. Es el avance de las "chicas-sujeto" por sobre las "chicas-objeto", y cómo todo eso también se despliega a la forma estética de la película misma, la cual tiene también sus diferencias ostensibles.

No es casualidad que simultáneamente el formato serial se haya vuelto tan popular y un lugar aparentemente ideal para el desarrollo de proyectos de gran envergadura. El concepto del film como obra cerrada y como evento es un tipo de relato que, así como existió en la década de los 50 una declarada competencia con la aparición de la televisión, ahora tiene a su principal competidor en los nuevos formatos de series que temporada tras temporada han logrado esquemas de producción cada vez más grandes y desarrollos narrativos cada vez más complejos. Tarantino podría ser, en el lugar del cine, el realizador donde más entran en conflicto la multiplicidad de formatos y lenguas. De Inglorious Basterds (2009) en adelante, a sus preocupaciones o temas se agrega el lenguaje mismo como elemento protagónico.

Pero es recién en su más reciente película, The Hateful Eight (2015), donde se produce la mayor maduración de estos procesos autoreflexivos. En este western casi uniforme pero también numerado (se la introduce como a la octava película y el título mismo podría tener como traducción alternativa "La odiosa octava") es, hasta el momento, su mayor ajuste de cuentas. The Hateful Eight apuesta más a lo que se planteaba en Jackie Brown (1997), a una narración más transparente, con menos intervenciones visibles de la mano formal, pero su alcance retrospectivo llega a entablar diálogo hasta con Reservoir Dogs (1992). La situación de encierro base cuenta con un plus importado directamente del cine de John Carpenter, y la multicultura musical se asienta en un ”decisionismo” más fuerte: una única banda sonora original (por primera vez) de Ennio Morricone. En esta última película, la cinefilia abandona casi definitivamente al capricho, como si Tarantino entendiese que no necesita de ese proceso de didactismo interno. La cinefilia se convierte en herramienta. El proceso que se da es de integración, ya que todos los elementos que podían verse caóticamente en varias de sus películas anteriores, reaparecen pero esta vez ordenados, tanto que ni siquiera piden ser vistos. En The Hateful Eight la historia es una sola, el devenir posible del mundo está definido, el universo no se ve corrompido por distanciamientos formalistas, y la violencia brutal es una demanda del relato, no siendo el relato una demanda de esta violencia. Lo violento, en sí mismo, se cimenta en una pregunta acerca de su origen, tanto político como metafísico.

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Cuando Samuel Jackson juega a poner en sus manos la ira de Dios, citando pasajes de la Biblia en Pulp fiction (1994), se instala una de las "marcas" más características del realizador: el extendimiento ad-infinitum de la crueldad en suspense. Tarantino es como un artesano del bullying y el ajuste de cuentas está en la "película" que le arma en la cabeza a Bruce Dern en The Hateful Eight, dotando a la crueldad no sólo de desarrollo formal, sino también de estrategia política y moral. Así es como se produce la maduración: siempre se trata de un entendimiento que ordena lo caótico y le da una forma más acabada, casi tangible. Para eso, Tarantino comienza a encontrar temas en los que puede permitirse creer más que admirarlos, y en el caso de su última película es la naturaleza del odio la que capta su atención. No cualquier odio, sino el que es propio de su nación.

Que este realizador desarrolle sus razonamientos a modo de suma de volúmenes nos obliga a implementar nuevas estrategias de análisis. En definitiva, lo serial nunca será cine (porque además está en búsquedas más o menos logradas de encontrar su propia autonomía) y el cine siempre será cine, pero son estos nuevos puentes posibles los que nos obligan a implementar formas "ajenas" de interpretar o incluso mirar. Entre la estrategia puramente artesanal (con voluntad política) del cine clásico y la voluntad autoral del cine moderno, quizás sólo nos queda el entendimiento de las idas y vueltas a cada uno de esos mundos. Pero los relatos también nos forman y nos obligan a desprendernos de sueños ideales que sólo quedan en los festivales y museos. Mantener un arte vivo es un constante trabajo, las nomenclaturas llegarán después. Por lo pronto parece que cada vez es más lo que hay que entender, conectar y atravesar para poder trabajar. Quizás la película final de Tarantino pueda –espero- ser una pequeña y simple historia. Tan sólo una película, una que convierta automáticamente a todas las anteriores en una pila de viejos apuntes de estudio.

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