miércoles, 2 de agosto de 2017

El biombo de las figuras infernales

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Sobre la tercera temporada de Twin Peaks (David Lynch, 2017)

"Ante la enunciación de la frase Biombo de las Figuras Infernales, me parece que el aspecto terrorífico de esta pintura se impone de inmediato sobre el espíritu. Es cierto que existen otras representaciones del Infierno. Pero la composición pictórica de Yoshihide era muy distinta a la de sus colegas. Los Diez Reyes y su séquito habían quedado relegados a un rincón del Biombo, mientras en todo el espacio restante un torbellino de llamas se arremolinaba, a punto de chamuscar al Monte de las Espadas y a los Árboles erizados de sables. De manera que, con excepción de los kimonos amarillos y azules de estilo chino que vestían los agentes del Infierno, dispersos en el biombo, las impetuosas lenguas de fuego colmaban el espacio, en el que danzaban girando furiosamente, vivificando en los humos el negro de la tinta y en sus ardores el polvo de oro dejado por el pincel.


Con esto hubiera bastado para impresionar al espíritu más fuerte. Pero a semejante poder evocador había que sumar el hecho de que ninguno de los condenados a contorsionarse en este infierno tenía nada en común con las Figuras Infernales a que estábamos acostumbrados. La razón de esto consistía en que Yoshihide, al representar a esta multitud de condenados, los había indentificado con personajes reales de todas las condiciones, desde nobles hasta mendigos: grandes oficiales vestidos de ceremonia, seductoras damas de honor con sus kimonos de cinco capas, predicadores con sus collares, jóvenes guerreros sobre altas sandalias de madera, muchachas enfundadas en sus largos vestidos, adivinos llevando ínfulas sagradas... Es imposible enumerarlos a todos.


Y todos estos personajes, envueltos por el torbellino de llamas y humo, sometidos a las torturas infligidas por los carceleros infernales con cabeza de buey o de caballo, huían en todas las direcciones, como hojas secas agitadas por la borrasca. ¿Esas mujeres más encogidas que arañas arrastradas de los pelos por rastrillos, representaban a hechiceras? ¿Aquel hombre de cabeza abajo como un murciélago durmiendo, era caso cierto gobernador de provincia? Y los innumerables condenados flagelados por látigos de acero, aplatados por una roca que mil hombres apenas habrían podido mover, desgarrados por extrañas aves de rapiña, destrozados por las mandíbulas de un dragón ponzoñoso... El número de las torturas era tan infinito como el de los réprobos.


Sin embargo, había algo cuyo horror superaba al de estas atrocidades: una carroza que caía desde lo alto del cielo se había enganchado en un árbol cuya copa estaba guarnecida de espadas (como para defenderla de una bestia feroz; y de sus ramas de acero colgaban también, uno contra otro, cuerpos de difuntos traspasados por las afiladas hojas); el viento del infierno estremecía la cortinilla del carruaje, permitiendo observar en su interior a una dama tan lujosamente ataviada que podía ser tomada por emperatriz o concubina imperial: la larga cabellera de la mujer flotaba a merced de las llamas, y la cabeza caía invertida. La expresión atormentada de la mujer, la carroza ardiente, todo el conjunto reflejaba en un grado supremo lo que se sufre en las llamas de la Condenación. Casi se podría decir que todos los horrores contenidos en el Biombo servían de fondo a este único personaje. Tan poderosamente inspirada estaba esta pintura, que contemplándola, uno creía escuchar los mismos alaridos del Infierno."
- Fragmento de Figuras Infernales, de Ryunosuke Akutagawa (1918)


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Me pareció que podía servir de algo escribir sobre Twin Peaks antes de que termine (todavía faltan, creo, seis episodios). Sería hacerlo antes de que la unión de puntos, pistas y claves acapare toda la reflexión. No porque esté mal que hagamos o intentemos de entrada hacer esa reconstrucción, pero puede ser un punto de partida y una buena excusa para hablar de David Lynch y sus películas en general sin concentrarnos tanto en la mecánica de la trama.

A la tercera temporada de Twin Peaks entré después de pasar por dos grandes decepciones. La primera sucedió cuando vi Inland Empire en 2006. La segunda cuando volví a ver Blue Velvet hace dos años. En el primer caso no fue algo difícil. La multiplicidad de formatos estaba expuesta de una manera que me generaba un rechazo inmediato, como si estuviera demasiado apurado en utilizar todo lo que se mostraba como digital y democráticamente novedoso, pero sin pensarlo realmente. El resultado me había parecido no sólo arbitrario, sino directamente feo. No la fealdad que recordaba de sus anteriores películas, llamémoslas ahora rápido y pronto "sus películas de cine". En ellas la fealdad era, segun recordaba, algo que subyacía al mundo de lo bello y funcionaba como una contrapartida oscura, aunque siempre tenga esa cosa orgánica donde ponía un montón de insectos en el pasto o te mostraba el relleno de una empanada de humita, se podía generar una inquietud y demandar atención. Lost Highway, Twin Peaks, Blue Velvet, Eraserhead, The Elephant Man eran esas películas "de verdad" de Lynch que incorporaban todo eso sin ese apuro por expresar inmediatamente el caos de su dispositivo. Cuando digo que no fue difícil es porque quizás sentía que todavía estaba ese pasado de Lynch al que podía remitirme. Lo más complicado se dio cuando volví a ver Blue Velvet, que la consideraba su obra maestra. La decepción fue más difícil pero la contradicción generada me pareció más interesante para discutir que la de Inland Empire.

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Primero, en Blue Velvet están todos los tópicos principales de Lynch. Voy a tratar de hacer una especie de síntesis general de esto tratando de no reducirlo. Tenemos en el mundo representado a un universo idílico en el que toda vida es llevada a su belleza más estéticamente perfecta, soñada, irrealizable y radiante en su propia imposibilidad. Este mundo tiene como base imaginaria a fragmentos de los más bellos colores que dio el cine norteamericano de los 50's, como si fuera consecuencia de una cinefilia barroca a lo Douglas Sirk, perdidamente enamorada de aquel mundo, y donde la alegría de su realización es belleza insoportable, teniendo como contrapartida a una tristeza que es puro desgarro. Debajo de este mundo hay otro, tal vez paralelo, donde reina el mal, una especie de infierno. Ahí gobierna el horror y la fealdad, y es un sitio poblado de seres que se manifiestan como la parodia fallada del mundo de arriba, con fragmentos de belleza pero deformados, corridos de lugar, intercambiados, generando personajes que parecen ser la encarnacion de enfermedades, y todos ellos liderados por los personajes más malignos que podemos imaginar. Estos son hombres viles que viven el goce del mal con la misma intensidad que la de los virtuosos cuando gozan de la belleza. Me refiero a los Frank (Blue Velvet) o los Bobby Peru (Wild at Heart), que son todos hermanos de la misma familia de violentos repulsivos que aparecen cada tanto en las películas de Lynch. En Blue Velvet es donde esta oposición se da de la forma más clara por motivos que saltan a la vista y que ahora no creo que haga falta ahondar.

Ese grado de oposición siempre me había parecido muy atractivo, y más aún cuando pensaba en la lógica de apertura y cierre de la película. Ahí se podía ver que el mundo idílico armaba un paréntesis alrededor de lo otro, que era vivido como una pesadilla de la que uno podía despertar para luego conservar aquel mal sueño como un fundamento para esa vida. ¿Dónde estaba entonces el problema? David Lynch nos arroja al infierno y luego nos tira una soga para que podamos salir. Pero también, y ahí es donde comencé a entender por donde realmente pasaba su gracia, nos estaba invitando a que pasemos unas vacaciones ahí. Así es como el infierno de Lynch poco a poco se convierte en el material de una enorme pintura, la de un artista plástico que se va alejando poco a poco de su figura para comenzar a experimentar con la materialidad de su pincelada. Es paradójico que uno de sus recursos formales más característicos esté en el trabajo con la profundidad de campo. Lynch nos lleva hacia la puerta del infierno. Cuando llegamos estamos aterrorizados porque por momentos el mal es casi intolerable, como la escena de violación interpretada por Dennis Hopper. Pero una vez que allí llegamos y asimilamos aquel lugar y, tal vez, en el mejor de los casos se nos empiecen a ocurrir maneras de enfrentarlo, se cierra el diafragma para agudizar el foco y la salida queda pospuesta. Lo que comienza es una especie de aventura donde el cuadro se puebla de los habitantes del infierno, con sus peculiaridades, sus distintos tamaños y deformidades. También se empiezan a dar yuxtaposiciones impensadas, todo en pos de la construcción de este revés diabólico del mundo. El hecho fatal que lo inaugura comienza a perderse entonces en ese cuadro donde todos los seres con su maldad plástica están en foco y, tal vez, deja de ser un hecho fatal. Lynch parece tener una obsesión con los escenarios teatrales, que aparecen en la mayoría de sus películas. El infierno es lo que es escenificado como una atracción a la que uno puede asistir, como si tuviésemos la certeza de que después pudiéramos retirarnos. Se trata de un infierno estético del cual podemos salir sin condena, porque es un paseo como el que Frank le propone a Jeffrey.

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La bronca pasaba por ese lado. A Lynch siempre lo tenía entendido como a un manifiesto hitchcockiano. Pero el Hitchcock de La ventana indiscreta (que también nombró Jeffrey a un mirón) había puntualizado a la fatalidad y había construido su universo alrededor de ella para poner en escena una lucha entre la luz y la oscuridad. Lo que los diferencia es una cuestión de sentido como dirección: en Hitchcock la fatalidad era necesaria para organizar esa lucha, ese movimiento que se da en la película, y en Lynch la película se organiza para llegar al infierno y sentir el privilegio de poder habitarlo. En ese sentido, el poder de Lynch como cineasta es mucho más limitado que su poder como artista plástico, y la versión más moderna de los planteos de Hitchcock sobre el mal terminó apareciendo con mayor valentía en otros exponentes de la generación, como lo son De Palma o Friedkin (que continúa horrorizándonos con hombres viles y yuxtaposiciones terribles hasta en su última Killer Joe).

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El cuento de Ryunosuke Akutagawa que figura citado más arriba es una historia terrible sobre un pintor al que, luego de años de ser comparado con un mono que llevaba su mismo nombre, se le encarga la confección de un biombo. El pintor logra producir todo aquello que ya podemos leer, pero la historia completa se centra en cómo logra generar la imagen de la bella mujer envuelta en llamas que cae en la carroza. Como en El retrato ovalado de Poe, lo que se produce es también una fatalidad. El pintor exige que encierren a una muchacha en una carroza en llamas, porque considera que es una imagen tan terrible que necesita verla para poder producirla. Lo impensado es que la mujer a la que queman es su propia hija pero, tan diabólica como consecuentemente, el pintor logra terminar su obra. El dato más curioso es que en la tradición japonesa los biombos de figuras infernales, que suelen ser estructuras móviles con paneles que pueden ir abriéndose, eran una ilustración del infierno que funcionaba como una especie de lección. Pero ahora también, en un sentido más moderno, se le puede pensar otro tipo de operatividad. Pero antes, debería referirme un poco a Twin Peaks.

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Está claro y es evidente que David Lynch nunca trabajó tanto en cantidad como en esta tercera temporada, que tiene una envergadura de aproximadamente diociocho horas de duración en capítulos todos dirigidos por él mismo. En esos tres primeros, en los que desenfunda de golpe todas las situaciones en el Black Lodge y la salida de Cooper, parece estar retomando varios de los elementos de multiplicidad de formatos y, hasta ahora, además del capítulo 8, son los momentos donde más se acerca al audiovisual experimental. Sin embargo, debe ser el trabajo organizado que le da la estructura tipo serie lo que lo aleja de Inland Empire. El marco de Twin Peaks, como relato instalado en la memoria de las series de culto y que gira siempre alrededor del paradigmático caso policial de Laura Palmer, pareciera tambien mantener una especie de cable a tierra, que genera un efecto muy particular (y que suele aparecer en los más interesantes directores experimentales): cuando no hay narración, la narración no es algo que se niega, sino algo que se extraña. Como si un constante y latente fuera de campo sostuviera la pregunta por lo narrativo aún cuando lo narrativo no está, porque está presente una certeza de que eso que se extraña se desenvolverá eventualmente. Para nuestra incomodidad, la serie parece ir abriendo cada vez más tramas y subtramas, y esa tensión se alarga. Algunas que empiezan en el capítulo 1 recién se retoman en el 12, como si el ordenamiento fuera puramente caótico. Y cada una de ellas también se presenta como una totalidad en sí misma, de forma tal que en cada capítulo tenemos pocas situaciones, pero con un duración considerable que busca dimensionar cada momento. Los espectadores nos vemos obligados a tener mucha paciencia. Se nota que, en ese sentido, Lynch apuesta a un público que ya "tiene" y no tanto al que no lo conoce.

A diferencia de Blue Velvet, el infierno lyncheano de Twin Peaks está menos determinado. Parece tener espacios específicos, como el Black Lodge, pero en realidad la integración de lo infernal a la calma de pueblo chico entra como fuera de campo, al menos la mayoría de las veces. Una impresión que me genera el avanzar de la serie me vuelve a remitir al Biombo de las Figuras Infernales. Tenemos la atención y tenemos el foco en cada cosa. Cada momento se detiene es "apreciable", y los elementos que lo componen se evidencian con la duración suficiente como para que nos instalemos en la sordidez o extrañamiento de cada uno. A esta altura, la razón por la cual relacioné al biombo con Lynch está casi cantada. En este caso, siento como si los paneles del biombo se fueran abriendo, uno por capítulo, cada uno revelando un espacio o estadío más de aquel lugar, tan poblado de belleza clásica como de su reverso diabólico. Pero cuando me referí a otro posible uso del biombo, no podemos olvidar de su funcionalidad más básica. Los biombos sirven para dividir, para tapar algo. Un simple uso, por ejemplo, es el de tapar a una persona que se está vistiendo. Podemos pensar entonces que las imágenes de un biombo vienen a ser aquello que uno mira para no ver otra cosa que el biombo tapa. Mientras más grande es el biombo, es más lo que tapa. Con lo cual tendríamos dos manera opuestas entre sí de mirar esta cuestión.

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Siguiendo la lógica del narrador del cuento de Akutagawa, cuyo Biombo "contiene un horror que se impone inmediatamente sobre el espíritu", ¿cuál sería esta imposición en el caso de Twin Peaks? ¿El biombo de Lynch es un relato en el que toman forma imágenes que necesitamos ver porque algo detrás, innombrable, debe ser representado de alguna manera? ¿O es, por el contrario, una serie de pinturas que vienen a tapar algo de ese atrás que quizás deberíamos estar viendo? En el centro de la imagen tenemos a la dorada imagen de Laura Palmer, y me pregunto si en la serie seguirá siendo este el centro de las cosas. Me parece más interesante plantearnos esa discusión antes de llegar al final y, quizás ahí, con el biombo completamente desplegado, sabremos el verdadero valor y lugar de todas esas cosas.

De forma un poco cruel, podría decir que el biombo de Lynch son las derivaciones imaginarias que tapan el infierno que Friedkin sí se anima a desnudar frente a la cámara, pero temo estar adelantándome. Me parece que en esa tensión entre cineasta y experimentador de la plástica material de la imagen está la cuestión. No tengo dudas de que la cinefilia lyncheana recorre puntos fundamentales del entendimiento del mundo a través del cine, pero la alternancia constante entre sus mundos también puede dar a una esquizofrenia ya derivativa.

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