sábado, 9 de septiembre de 2017

El trabajo del espectador

PlanetX1

Sobre The Man from Planet X (Edgar G. Ulmer, 1951)

En alguna entrevista con Mick Garris, John Landis hizo una apreciación muy simpática sobre las películas de monstruos. Decía que cuando ellos eran jóvenes uno miraba una película clase B y la sensación que te quedaba era que la película había estado muy buena pero que la criatura era una cagada y poco creíble. A partir de los 80's la sensación era la contraria, la película era la que era una cagada, pero che, ¡qué bien hecha que está la criatura! Es una lógica que se invirtió y que tiene que ver más que nada con la voluntad por hacer cine, y por respetar lo que se está contando.

Las películas clase B del cine clásico fueron la escoria de los estudios, pero al mismo tiempo eran películas que tenían bien claras sus jerarquías. The Man from Planet X puede ser un ejemplo perfecto y hoy su misteriosa criatura espacial seguramente cause risas. Su trama es bastante clara, en términos de la lucha que se da. Es un caso de invasión espacial, pero como también entendieron algunos de la generación de Landis (Cameron con su Aliens, por ejemplo), la solidez de lo que pasa en la película tiene un sustento muy grande en los puntos de vista que la película va conflictuando.

En este caso el personaje de Mears viene a tomar el lugar del oportunista que quiere traficar el metal encontrado en la nave para hacerse millonario (algo parecido al personaje de Paul Raiser en Aliens). Y su tensión con los demás personajes es lo que termina justificando todo lo que vemos. De alguna manera ese fuera de campo, gravitando todo el tiempo en la película nos va sembrando esa duda final: ¿qué hubiese pasado si Mears no hubiera molestado a la criatura? ¿Hubiese intentado invadirnos?

Lo que en otro tipo de películas llevaría a largas reflexiones con altura retórica, en la clase B es algo que se puede instalar como conflicto simple y sin barreras. Parece que estos dos contextos históricos, a los que refería Landis, tienen como diferencia también la atención que necesitamos para mirar, e intuyo, que un espectador de 1951 era más capaz de creer lo que miraba, no por ingenuidad, sino por una capacidad de proyectar y hacer ejercicio de una condición de espectador que ahora perdimos (aunque todavía no hayamos terminado de perderla).

Ser espectador también es un trabajo, y creerle a una criatura que sabemos falsa es un paso necesario si queremos seguir mirando.

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