martes, 3 de octubre de 2017
Caldo de cultivo
Sobre Zama (Lucrecia Martel, 2017)
La esperada nueva película de Lucrecia Martel reincide en ese afán de diseñar y construir experiencias sensoriales. En este caso, al ubicarnos en el siglo XVIII, se produce además un extrañamiento epocal que agudiza cada sentido. Es notorio que el recurso por excelencia de Martel sea siempre el de determinar un lugar fijo en el encuadre, donde los límites están siempre pronunciados por el recorte que hace de los elementos que habitan el cuadro (haciendo al recorte una cosa declarada), y donde se empiezan entonces a colar otros a modo coreográfico. Las de Martel son coreografías de posiciones en la puesta y coreografías sonoras (si es que algo así existe). En Zama se vuelve importante el sonido de los insectos, de las aves, y de todo eso que conforma al ambiente, como si intentara volverse musical. El resultado es una seguidilla de encuadres barrocos, como si cada uno fuera pensado para ofrecerle al espectador una infinidad de posibles puntos de interés, con el factor de que la experiencia sensorial es la de un ambiente que se pudre poco a poco.
Algo de todo esto lo podemos vincular con la reciente película de Caetano, El otro hermano, particularmente por esa voluntad de casi hacer sentir el olor de las cosas. La diferencia probablemente esté en que esa voluntad en Caetano apuesta más por la narración y en Martel por la experiencia. Pero entonces, comencemos a preguntarnos por el sentido de aquella experiencia. La estructura formal de Zama es la de una espera, y su acción es el deterioro. Don Diego de Zama tiene un cargo en el territorio, pero anhela ser trasladado. Su pedido al Rey de España implica una serie de procesos que por lo epocal nos serían inconcebibles. Desde ahí se plantea una distancia clara con respecto a Europa y a Buenos Aires. Pienso que, de alguna manera, esto debería ser fundamental para la película. Por esa distancia es que la espera existe, y es a esa distancia donde se encuentra una suerte de idea emancipatoria para Zama. Esas distancias son entonces imaginables en términos de envergadura, pero cuando intento pensar la relación de Zama con España y Buenos Aires, considerando que también él toma parte de la decadencia de la colonia (hasta como progenitor culposo), empiezo a sentir que la película solo contempla dos posibles estados distintos, uno el de los lugares fuera de campo, y otro en un campo totalmente contaminado como un caldo, oposición que me parece más que nada estilística. Acompañar a Zama entonces parece una propuesta casi optativa para el espectador, sobre la que mucho no se decide, porque se limita a lo espacial. Es como si meternos en la película de Martel no fuera una inmersión donde tenemos referencia de dónde venimos y hacia donde nos metemos, sino más bien un translado que sólo cambia las leyes del paisaje.
Por supuesto que sobre el estado de la colonia Martel es contundente, y en eso también radica la experiencia sensorial. De alguna manera, ese libro prohibido que escribe uno de los personajes, en una situación estacionaria, es una metáfora de la película misma. Hay una extraña combinación entre un malestar oculto, que en la película lleva el nombre de Vicuña Porto, y otra extraña simbiosis (ya conocida en el cine de Martel) entre los personajes principales y la servidumbre: sobre la relación de dominación también hay otro caldo, pero sexual. En medio de toda la mezcolanza, a la que ya nos referimos en el uso de la cámara, aparece una mezcolanza de pieles, de idiomas y de acentos. De repente la colonia, aún con sus posiciones de dominación, es una expresión positiva de la diversidad. Pero también el desgaste siniestro del ambiente y la violencia contenida se hace siempre visible. Zama probablemente haya violado a la india que le dio ese hijo que gruñe y apenas camina, y así también espía a las mujeres mientras se bañan en el barro. Él es otro engranaje más de toda la suciedad, orgánica y moral. Cuando la película gira hacia la cacería de Vicuña Porto parece estar eligiendo un lado desde donde definir lo que se juega. Zama pierde las manos, termina visto como traidor, cobarde, y ahí su castigo. Ese dolor le corresponde por simplemente ser parte de todo, por volverse un elemento más de la descripción sensorial del espacio. Esas manos que podrían trabajar (y también golpear a la mujer del barro), ahora son muñones pudriéndose, desperdigando el mismo olor que el brazo de Spregelburd y que atrae a los pumas. Martel elige así subordinar toda búsqueda a la fineza de su coreografía sensorial, el caldo absorbe todo. Las idas y regresos pueden ser análogas a los movimientos de ese pez que se ve al principio que, como todo, tiene su justificativo formal, pero me quedo preguntándome entonces si el siglo siguiente, el XIX, será consecuencia de algo político o de algo estético, y si esas manos que faltan serán eventualmente reemplazadas por otras. Y si son otras, ¿de quién son?
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