Keisuke Kinoshita, Patricia Mazuy
La Balada de Narayama es la primera película que veo de Keisuke Kinoshita, pertenece a la retrospectiva de Kinuyo Tanaka y se proyectó en 35mm, en perfecto estado y con todos los colores en su lugar. La historia es la de un viejo relato tradicional, sobre un período de hambruna en el que los viejos se retiran a sus 70 años para perderse en la cima del monte de Narayama a morir de hambre en soledad, y dejar que los jóvenes puedan racionar mejor la comida para seguir viviendo.
Todo esto suena terrible, y se siente terrible. En la película los habitantes del pueblo tienen tanta hambre que se atragantan con el arroz blanco que pueden comer una vez al año. El personaje de Tanaka está a punto de cumplir 70 y está completamente convencida de que debe subir al monte. Eso la enorgullece, lo que sí la avergüenza es el hecho de que su dentadura está demasiado sana para su edad, y eso le permite comer y masticar como persona joven. Siente tanta vergüenza que en una escena decide romperse los dientes a propósito.
La película está toda realizada en estudio, con algunos escenarios que la hacen parecer teatro, pero el cine rápidamente toma el control de las cosas. Cada lugar es singularmente precioso, cosa que parece una contradicción con lo terrible de los hechos. Pero el sacrificio de los ancianos en el monte es tan sagrado que lo llegamos a desear, y el personaje del viejo que escapa de su destino nos parece un cobarde.
La imagen de la muerte que la película arma es escalofriante. Lo que vemos es un monte nevado, lleno de cuervos y esqueletos, donde los hijos deben llevar a sus padres mayores sin hablarse en el camino, para dejarlos allí y volver con la prohibición de mirar hacia atrás. Este ritual y sus reglas son esa imagen de aceptación. Tanaka llega y saca una pequeña bola de arroz, su última cena. El resto de la comida intenta darselo al hijo, tal vez para el viaje de regreso. El hijo llora, incapaz de aceptarla, termina dejándosela. Ese pequeño gesto es desgarrador porque Tanaka nunca deja de ser madre, a pesar de la certeza con la que sigue señalando al monte, sin contestarle una sola palabra, respetando el ritual.
En el festival está también la película nueva de la francesa Patricia Mazuy, acompañada de una retrospectiva. Inmediatamente después de la de Kinoshita vi Piel de Vaca, su primer largometraje. Quedé sorprendido por el nivel de oscuridad presente en lo cotidiano, como en un punto medio entre un Chabrol y William Friedkin. En la trama hay un crimen oscuro: dos hermanos borrachos, Roland y Gérard, queman un granero sin ver que adentro había un tipo durmiendo, pero solo uno de ellos, Roland, asume pagar el precio y va preso. Gérard sigue la vida y maneja el campo. En el medio se enamora de Sadrine Bonnaire y tiene una hija, también nuevos amigos. Cuando Roland vuelve, lo que encuentra es la vida plena que perdió y entre los ellos se genera un pacto de deuda. De repente toda esa vida le pertenece, como si la mereciera, no solo el lugar, sino también la mujer y la niña. Roland sonrie, juega, tiene su propia carisma, pero cada vínculo se vuelve oscuro, como si fuera el diablo viniendo a cobrar un favor.
Entonces sucede que casi todas las escenas de la película se vuelven sórdidas porque, lo que al principio parece una amenaza para Sadrine Bonnaire, termina deviniendo en una extraña atracción por Roland. Hay algo en él que parece superar en todo a Gérard y tal vez sea por su ahora revelada capacidad de sacrificio, que convierte a toda la personalidad y vida del marido en una cosa falsa. Uno tampoco sabe qué esperar de Roland, que juega con la niña y nunca estamos seguros de si es peligroso dejarla sola con él o no. Desaparecen un rato e imaginamos lo peor. La resolución no es violenta ni fatalista, de hecho son escenas amenas, pero completamente teñidas de esos vínculos invertidos y macabros.
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